Que una mañana de enero amanezca soleada en Londres es como encontrar una moneda de dos euros tirada en el suelo: eres tonto si no la coges. Así que cuando tendí toda mi ropa recién lavada cogí el metro dirección Knightsbridge, con la intención de conocer cómo eran verdaderamente los grandes almacenes de los que todos hablan cuando vienen a la capital inglesa: Harrods.
Siempre había entendido que Harrods son el equivalente británico de El Corte Ingles, cosa que ya he visto que no es verdad en absoluto. Cuando el portero con sombrero de copa me abrió las puertas me encontré con una sala repleta de firmas que se repartían los diferentes espacios: Dior, Versace, Gucci... La sección de los pasteles y dulces era cosa de otro mundo (donde reinaba sobre todas las demás lady Godiva) y entre la ropa de hombre y mujer se podían ver todo tipo de modelos de Ralph Lauren, Burberry, Dolce & Gabbana, Prada, Oscar de la Renta, Christian Lacroix o Channel. Pero no es el hecho de que estas grandes marcas estén presente, sino la exquisitez con lo que todo está colocado. Bueno, quizá ambas...
Cuando quedé satisfecho de tanto glamour volví a la realidad; había podido estar absorto como para no darme cuenta de que ya iba siendo más que hora de comer pero había un bocadillo de chacina de Mercadona que me esperaba en mis bolsillos. Así que busqué el siguiente punto en mi ruta, el cercano Hyde Park.
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Allí, después de caminar entre los árboles por los senderos aún cubiertos de la nieve de esta noche, me senté en el primer banco que pude junto al lago. Seguí con el paseo una vez me hube acabado los bocatas y me encargué después de alimentar a otros seres que abundan por allí.
Y al final, conseguí la foto.
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